La mañana despertó gris y con nubes de tormenta que se acercaban por el norte. Cuando Jack entró en la sala, tanto Tarken como Lorac estaban ya despiertos, por lo que el joven se apresuró a tomar un desayuno rápido y vestirse con ropas de viaje. Estaba nervioso siendo la primera vez que iba a salir del pueblo de Vadoverde. Lo más lejos que había ido nunca era a la aldea de Dhira, a menos de un día de viaje al oeste. Pese a encontrarse a varios cientos de leguas de la capital del Supremo Reino, aquellas se consideraban tierras de Angirad desde las Guerras de Hierro. Jack no conocía nada del mundo, ni la Llanura donde cabalgaban libres los bárbaros cazando sobre sus monturas, ni las tierras de los antiguos Caballeros de Kirandia. Hoy por fin saldría a conocer otra parte del mundo.
El tiempo, sin embargo, no invitaba a salir. Una fina lluvia comenzó a caer. Para su sorpresa, Lorac sonrió satisfecho.
- La lluvia cubrirá aún más nuestra salida, y borrará las huellas que dejemos -dijo a modo de explicación.
- ¿Y quién querría seguirnos? -preguntó Jack confuso.
- Digamos que por el momento será mejor que nadie se percate de que te marchas de Vadoverde.
Jack iba a decirle que no era tan popular en el pueblo como para que alguien se interesase por él cuando se percató de que su tío le llamaba haciéndole señas para que acudiese a su cuarto.
Pensando que lo que querría era despedirse, se apresuró a acudir. Se sorprendió cuando vio a su tío sosteniendo a Colmillo entre sus manos. Había metido la bella espada en una vaina bastante tosca, que no hacía juego para nada con la brillante arma de hierro azulado que Tarken tendió a un aturdido Jack.
- Tómala, Jack. Será mi regalo de despedida - puso la espada en manos del chico, que apenas sí atinó a cogerla-. Hacía tiempo que quería que la tuvieses, esperaba el momento adecuado para dártela. Ya ha llegado, pequeño, Colmillo es ahora tuya.
- Pero… -protestó Jack, aunque en el fondo de su corazón daba saltos de alegría por aquel presente-. No puedo aceptarla, tío, quizá tú la necesites.
- No, Jack, a mí ya de poco me sirve. Por favor, cógela y espero que hagas el honor a este regalo usándola en el futuro.
- Está bien, tío -aceptó Jack con lágrimas en los ojos-. Volveremos a vernos pronto, espero.
- Te lo prometo -aseguró Tarken, y abrazó con fuerza a su sobrino.
Abrazados los encontró Lorac. Al mirarlos recordó el día en que había protagonizado una despedida similar. Su gesto se ensombreció al recordar que nunca había vuelto a ver a sus padres.
- Vamos, debemos irnos -acució-. Jack, tu nueva montura te espera fuera.
- ¿Me has traído un caballo? -se asombró Jack. Lo máximo sobre lo que había cabalgado alguna vez en su vida era una vieja mula.
- Claro, ¿qué esperabas? ¿No pensarías que íbamos a ir a pie? -sonrió Lorac, divertido antes la ingenuidad del muchacho.
- Bien, ¿y hacia dónde nos dirigimos?
- Iréis hacia el norte -contestó Tarken, ayudándole a cubrir la espada bajo su capa de viaje.
- ¿Hacia el norte? ¡Pero eso quiere decir que nos internaremos en el Gran Bosque! -se asustó el muchacho. Cierto era que él había practicado con la espada allí durante toda su vida, pero nunca había avanzado más de unos poco centenares de metros. El viejo corazón del Gran Bosque era peligroso ¡Cualquier tonto sabía eso!
Lorac soltó una carcajada.
- Un buen lugar para instalar un cuartel clandestino de tráfico de armas de hierro y campo de entrenamiento de futuros espadachines -se burló en tono jocoso. Pero aunque estuviera bromeando su tono se hizo más serio cuando agregó-. Jack, no debes olvidar nunca que lo que hacemos está prohibido para la mayoría de la sociedad. El Gran Bosque es peligroso, no lo dudo, pero también es un gran escondite -añadió para calmarle-. Además, conmigo no tienes nada que temer, conozco sendas seguras y llegaremos en poco tiempo a la Academia.
- ¿La Academia? -Jack adoptó un semblante perplejo.
- El lugar secreto donde se reúnen los miembros de la Hermandad del Hierro -contestó Lorac saliendo al exterior de la vivienda y siendo recibido por una fina lluvia-. A partir de ahora tu nueva casa.
Salieron al patio exterior donde permanecían los caballos. Allí se fundió en un último abrazo con su tío. Era una mañana gris y lluviosa en Vadoverde, mediaba el mes de febrero. La mayoría de los habitantes de la ciudad se habían quedado en sus casas, dada la lluvia que no dejaba de caer. Lorac agradeció este hecho que les evitaba una atención, aquella gran extensión en pleno corazón de la tierra de Mitgard, que a partir de ahora habría de ser su lugar de acogida.
Desde el primer momento Jack tuvo problemas con su caballo. Nunca había montado algo más grande que su vieja mula, y aunque Lorac le había cedido una montura apacible no terminaba de adaptarse. Cuando se internaron en el bosque la incomodidad se agudizó debido a las ramas que no dejaban de golpearle y los arbustos que se enredaban en los pies del caballo. Preguntó a Lorac si no era preferible que fuesen a pie, pero éste se montó inflexible en que debía adaptarse a su montura. Jack maldijo por lo bajo no haberse entrenado en estas lides mucho antes.
Cuando dejaba de pensar en su tío se sentía contento. Por fin abandonaba Vadoverde, un lugar pequeño y limitado, donde los únicos buenos momentos habían sido los que pasaba con Tarken practicando con la espada en el claro de bosque. Ahora tenía todo un mundo por delante que descubrir, un sinfín de posibilidades abriéndose ante él, también en esa extraña Academia que Lorac mencionaba con respeto.
Su compañero se mostró taciturno durante la mayor parte del trayecto pero aquella noche, cuando se detuvieron para hacer un alto, y después de que Jack hubiese encendido un fuego a petición de Lorac, se decidió a interrogarle.
- Lorac, ¿podemos hablar? -inquirió el joven con cautela.
- Claro que sí, chico. Sé que tendrás aún muchas preguntas -respondió mientras asaba un poco de carne que guardaba en los fardos-, intentaré aclarar tus dudas lo mejor que pueda.
- Me gustaría saber un poco más de la Academia y de la Hermandad del Hierro, si pudiera ser. Ya que voy a entrar a formar parte de ellas…
Lorac le miró atentamente, como evaluando hasta qué punto estaba preparado para oír lo que tenía que decirle y tras asentir con gesto satisfecho se decidió a hablar.
- La historia de la Hermandad va ligada a la de las Guerras de Hierro –comenzó a hablar recostado contra un tronco-. Hace mil años no existía el hierro. La vida en Mitgard seguía su curso con normalidad, y se registraban pocas guerras, la mayoría de ellas con pocas bajas porque las armas que se utilizaban entonces poco sofisticadas. Sin embargo hay que decir que los aldeanos se encontraban más indefensos ante el ataque de bestias malignas como los trasgos, los lobos u otros animales salvajes.
- En aquellos tiempos –continuó- los magos eran muy venerados por el pueblo, pues con su magia contribuían al bienestar de las gentes en todo lo que podían. De todos modos, era poco lo que podían hacer ya que había un número escaso, aunque más numerosos de lo que lo son ahora. Sea como sea siempre fueron pocos. Entre aquellos magos, dedicados al estudio y al saber en las Torres Arcanas, en el reino de Ergoth, había uno que destacaba por encima de los demás. Su nombre era Dagnatarus -un escalofrío recorrió la espalda de Jack al oír el temido nombre, incluso Lorac había hablado en voz baja cuando pronunció esas palabras-. Dagnatarus era un mago de tremendo poder, querido y admirado por todos en aquellos tiempos, y sus avances y descubrimientos habían ayudado mucho a mejorar la situación de los habitantes de Mitgard. Su mayor logro, a base de estudiar y experimentar, fue el descubrimiento de un nuevo material mucho más resistente y moldeable que los demás: el hierro.
- Entusiasmado por su hallazgo –siguió contando-, todos quisieron aprender el secreto de la forja de objetos hechos con tan extraño material y entre ellos, inevitablemente, la creación de armas hechas de hierro, mucho más efectivas que las de cobre, no digamos de madera. Los primeros en aprender esta técnica fueron los Uruni, los gigantes como les conoce la gente común. Se convirtieron en grandes forjadores de espadas y lanzas. Muchas de ellas fueron a parar a las manos de una nueva élite de soldados que se estaba formando en Kirandia: los Caballeros, soldados que formaron órdenes de caballería y pronto aprendieron a manejar con soltura dichas armas -el tono de Lorac, que había sonado despreocupado hasta el momento se volvió grave y tenso-. Sin embargo, había una persona que no se conformaba con lo que descubierto y quería fabricar armas más poderosas que las hechas con simple hierro. Los escritos que nos legaron nuestros antepasados no están claros en este punto, pero todo parece indicar que Dagnatarus se encerró en su laboratorio, y comenzó a realizar experimentos y a empujar barreras mágicas que nunca se habían atravesado con el fin de crear un arma más poderosa aún. Según consta en los anales, Dagnatarus se aisló del mundo, volviéndose huraño y agresivo, hasta el punto de que llegó a perder la razón.
- Qué fue lo que le pasó –se encogió de hombros-, yo no lo sé, pero lo cierto es que un día Dagnatarus se presentó en el Consejo de las Torres Arcanas. Ante la atónita mirada del resto de magos les mostró el fruto de su locura -Lorac contemplaba las llamas con gesto torvo, e incluso el ruido normal producido por los animales del bosque parecía haberse silenciado-. Se trataba de una espada de hierro, pero no una común, sino modificada de algún modo mediante la magia más negra que se conoce. El arma rezumaba maldad y según se describe en los escritos una neblina grisácea la envolvía permanentemente.
- Horrorizados, el Consejo de Magos rechazó la creación de Dagnatarus, pidiéndole que volviese a la senda de la cordura, pero Daganatarus hacía ya mucho tiempo que había enloquecido. Presa del delirio y la rabia por el desprecio de sus compañeros, desenvainó su espada y comenzó a matar uno tras otro a los magos del Consejo. Dagnatarus era invencible con aquella espada, pues ésta arrebataba la vida del mago al que asesinaba y le transfería su fuerza vital al propio Dagnatarus, algo que rompe las leyes de la magia más allá de toda imaginación. Finalmente, y terminada la matanza, Dagnatarus bautizó su nueva espada y la llamó Venganza.
- La locura de Dagnatarus no se detuvo ahí –añadió Lorac tras un breve silencio-. Se dijo que si el mundo repudiaba sus descubrimientos jamás se beneficiaría de ninguno de ellos, y exigió que se dejasen de fabricar armas de hierro. Todos los pueblos libres se negaron y condenaron a Dagnatarus por la matanza en el Consejo de Magos. Éste rugió su ira y se alió con fuerzas de la Oscuridad. Valiéndose de un ejército de trasgos y lobos arrasó medio mundo en una guerra como no se había visto otra igual. Así comenzaron las Guerras de Hierro, devastadoras para la humanidad.
Lorac guardó silencio durante unos segundos, perdido en sus propios recuerdos. Jack aún no entendía muy bien qué relación guardaba aquella historia con la de la Hermandad pero continuó escuchando a su compañero.
- No me pararé ahora a comentar los pormenores de aquella guerra -prosiguió Lorac saliendo de su ensimismamiento-. Baste decir que la última y más decisiva batalla tuvo lugar frente a la Puerta Negra, en el oscuro reino de Darkun, donde Dagnatarus había instalado su morada. Las fuerzas de la Luz, comandadas por el Supremo Rey Girion, y con la ayuda de los valientes Caballeros de Kirandia empujaron al ejército de la Oscuridad poco a poco hacia el norte. ¡Estaban ganando! Fue entonces cuando el propio Dagnatarus se presentó en el campo de batalla.
- Armado con su espada Venganza, Dagnatarus era poco menos que invencible. Los hombres huían a su paso impotentes para detenerle, y quien no lo hacía moría irremisiblemente. Uno de los que le plantó cara fue el Supremo Rey Girion, quien armado con su espada Justicia hizo frente a Venganza sin arredrarse.
Lorac tomó un poco de agua para refrescar su garganta y seguir con su historia. Jack permanecía con los cinco sentidos en la historia.
- Antes de contarte el desenlace del enfrentamiento he de decirte que Dagnatarus tenía una amante. Era una elfa llamada Lorelai, que había estado enamorada de él desde mucho antes de que Dagnatarus enloqueciera. Tras perder éste la razón, Lorelai continuó a su lado anteponiendo su amor por él al mal que su amante estaba provocando en toda Mitgard. En esa última batalla Justicia no pudo imponerse a Dagnatarus, y el Supremo Rey Girion cayó a sus pies. En el último instante, cuando éste iba a rematar al monarca, Lorelai pareció despertar de un mal sueño. Miró a su alrededor y vio a hombres y elfos muriendo y huyendo ante el avance del ejército de la Oscuridad.
- Fue así como tomó una drástica decisión. Se interpuso entre ambos y Venganza acabó con su vida -Lorac dijo aquellas últimas palabras con una voz preñada de dolor y de recuerdos-. Dagnatarus perdió el último lazo que le ataba al hombre sabio que había sido. Solo y armado con Venganza subió al pico más alto de Darkun. En esa última y crucial hora pronunció palabras horribles que jamás debieron ser dichas, e invocando el poder de su espada se produjo una explosión que arrasó al completo el campo de batalla en leguas a la redonda.
- ¿Qué ocurrió entonces? -preguntó Jack ansioso, viendo que Lorac parecía reacio a continuar.
- Poco queda por añadir -dijo al fin-. La Oscuridad estaba derrotada y su señor muerto en la explosión. Los sobrevivientes de aquella catástrofe volvieron a sus hogares y tomaron una decisión. Culparon de sus males al hierro, pues éste había sido el causante de todo lo que les había ocurrido, y a partir de ese día prohibieron cualquier objeto hecho de ese material.
- Es por eso por lo que está prohibido utilizar el hierro -terminó Jack por él-. ¡Me parece injusto culpar de las locuras de un hombre a un bien del que podríamos beneficiarnos todos si sabemos hacer uso de él!
- Así lo entendieron algunos, como los Caballeros de Kirandia, pero el Supremo Rey Girion solo quería la paz cuanto antes, y accedió a las presiones de sus nobles y consejeros, conminando a todo Kirandia a hacer lo mismo. Tras muchas negociaciones la Orden de Caballería desapareció oficialmente. De todos modos, siempre hay quien se resiste a perder lo ganado. Desde entonces Kirandia tiene fama de traficar con hierro.
-Ya veo -contestó Jack, pensativamente-. Creo que empiezo a imaginar como surgió la Academia.
Lorac sonrió satisfecho.
- Acertarías. Hubo personas en toda Mitgard que se resistieron a aceptar la prohibición, convencidos de la utilidad del hierro. Decidieron unirse formando la Hermandad del Hierro, y erigieron su fortaleza en un lugar oculto del Gran Bosque, ya que estaban destinados a operar en la clandestinidad. Hicieron un juramento, para que no se repitiese lo ocurrido en las Guerras de Hierro, prometiendo encauzar sus conocimientos a defender a los más débiles de las fuerzas de la Oscuridad -Lorac concluyó abriendo los brazos en un gesto que pretendía abarcarlo todo-. Así surgió La Academia a la que vas a llegar dentro de poco, amigo mío.
- ¿Y los Hijos del Sol? -preguntó Jack, aprovechando que Lorac se hallaba bastante comunicativo.
Su compañero se limitó a encogerse de hombros como si no tuviese una explicación convincente que darle.
- Como en todos los sitios siempre hay gente más fanática que otras y ese es el caso de los Hijos del Sol -Lorac hizo una mueca de desagrado-. Surgieron poco después de las Guerras de Hierro y crearon un sentimiento de odio hacia todas las personas que violasen la Prohibición impuesta por el Supremo Rey Girion. Son implacables con gente como nosotros, y no dejan de perseguirnos, pero afortunadamente nunca encontrarán la Academia.
- ¿Por qué estás tan seguro de eso? -se extrañó el joven-. En Vadoverde había un amigo de mi tío que se llamaba Caleb. Imagino que pertenecería a la Hermandad. Los Hijos del Sol llegaron un día y le atraparon. ¿Y si Caleb hubiera llegado a revelar el emplazamiento de la Academia?
- ¿Viste lo que le ocurrió, verdad?
- Bueno, murió en la hoguera, pero…
- Ahí tienes una prueba de que no reveló nada -Lorac dio una palmada como zanjando la cuestión-. Si de verdad hubiera hablado te aseguro que se hubieran cuidado de no acabar con su vida y seguir obteniendo información. Debes saber una cosa. Cuando un estudiante de la Academia se gradúa y pasa a formar parte de la Hermandad hace un juramento, y se compromete a no revelar ningún secreto relacionado con nuestra sociedad secreta.
Jack asintió algo más tranquilo después de oír las palabras de Lorac.
- Recuerdo a Caleb -continuó diciendo Lorac-. Yo acababa de graduarme cuando le cogieron. Se había arriesgado mucho pasando armas de contrabando a algunas zonas de Kirandia. Una acción valerosa pero llena de peligro, pues los Hijos del Sol cuentan con una amplia red de espías.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Jack. En tan solo dos días había pasado de llevar una vida sin sobresaltos en la tranquila Vadoverde a vivir en la clandestinidad. Ahora que iba a convertirse en un estudiante de la Academia iba a ser un proscrito que podría ser ajusticiado si le atrapaban.
- También te diré que a los estudiantes no se les deja salir de la Academia hasta que se gradúan -agregó Lorac adivinando los turbios pensamientos de su joven compañero-. Es la forma que tenemos de protegernos, pues tan solo cuando pases a formar parte de la Hermandad entenderemos que eres capaz de asumir el riesgo al que vas a hacer frente.
- ¿Todos los estudiantes se gradúan? -preguntó al tiempo que se iba recostando para dormir bajo una manta.
- No, no todos. En general la mayoría suele pasar bien los cuatro años de entrenamiento pero hay algunos que se echan para atrás por miedo u otros motivos -explicó Lorac arropándose también en su manta-. Son pocos los que fracasan, pero la situación con ellos es problemática porque no se les puede dejar ir ya que conocen el emplazamiento de la Academia.
- ¿Y qué se hace con ellos? -Jack se mostraba visiblemente atemorizado, imaginándose otras hogueras similares a las que habían acabado con la vida del desdichado Caleb.
Lorac entendió su miedo y se echó a reír a mandíbula batiente. Su risa sonaba extraña en medio del silencio opresivo del bosque.
- Nada malo, así que deja de mirarme con cara rara -se burló-. Simplemente se les lleva a dar un viaje.
- ¿Un viaje? ¿Adónde?
La paciencia de Lorac pareció llegar en ese momento a su límite.
- Ya basta por hoy, Jack. Ahora vamos a dormir -cortó con cansancio.
- ¿No hacemos turnos de guardia?
- Quédate tranquilo. Ésta es una senda seguida por los miembros de la Hermandad. Ningún mal nos puede alcanzar aquí -Lorac no dijo nada más, al poco rato se le oía roncando.
Jack se mantuvo despierto oyendo los sonidos de la noche. Tenía la sensación de que no iba a tener un sueño demasiado placentero.
No se equivocaba. A la mañana siguiente sentía que le dolían todos los huesos del cuerpo. Nunca antes había dormido al raso y su cuerpo lo estaba pagando ahora. Además, pese a la seguridad de Lorac, había estado despertándose constantemente al oír el menor ruido, ya fuera el aullido del viento soplando entre las hojas de los árboles o el simple ulular de una lechuza.
El que parecía haber descansado era Lorac, que sonrió divertido cuando Jack le relató sus vivencias nocturnas. Se encogió de hombros y dijo que ya se acostumbraría, el bosque era peligroso únicamente si se desviaba de las sendas marcadas.
De nuevo emprendieron el camino a la grupa de sus monturas, adentrándose aún más entre el tupido follaje del bosque. A cada paso que daban a Jack le costaba más conseguir que pasaran tanto él como su caballo, y así se lo hizo observar a su compañero. Lorac se mostró de acuerdo en que irían más rápidos yendo a pie, así que continuaron llevando a los dos equinos de las riendas. La maleza se espesaba cuanto más se internaban en el corazón del bosque. Jack apenas divisaba el sol más que a través de los pocos resquicios que dejaban las ramas de los árboles.
- Esta noche dormiremos en cómodas camas, Jack -le avisó Lorac, observando sus ojos de sueño.
- Pero me dijisteis que no llegaríamos a la Academia hasta mañana -se extrañó el joven, a quien le golpeaban todas las ramas que Lorac tan hábilmente esquivaba.
- Así es. Vamos a hacer una breve visita a un amigo.
Jack se preguntó quién estaría tan loco como para construirse una casa en medio del Gran Bosque.
- No es alguien común -continuó-, pero pronto le conocerás. Es importante que tengas buenas relaciones con los habitantes del bosque pues son los que gobiernan aquí. Ésta es su tierra, nosotros no somos más que meros invitados que vivimos en este lugar con su beneplácito.
Aquello dejó expectante al joven.
- ¿Un habitante del bosque? ¿A qué te refieres? -Jack se sentía cada vez más inquieto. Estaba en un lugar que le era desconocido completamente, no quería encontrarse con sorpresas desagradables.
- Ya lo verás -sonrió Lorac.
Lo cierto es que no se le notaba preocupado en absoluto. Su actitud, más que sus palabras, fueron las que aplacaron sus miedos, pues veía que su compañero estaba acostumbrado a este tipo de viajes por el bosque. Seguramente permaneciendo a su lado no tenía nada que temer, aunque a pesar de todo se sentiría mejor cuando llegaran a la Academia.
Pese a las ansias que mostraba por llegar y conocer aquel lugar, también se sentía con más incertidumbre por lo que encontraría cuando llegaran. Lorac apenas había hablado de lo que le esperaba allí, mucho se temía que tenía pensado mantener el secreto hasta que no estuvieran a salvo entre sus muros.
Así transcurrió el día, con un Jack más intranquilo a cada paso que daban, y con un Lorac inflexible en no revelarle al chico más de lo estrictamente necesario. Al menos ese día ya no llovía como el anterior y eso hizo que avanzaran más rápidos. Se encontraba Jack ensimismado en sus pensamientos cuando Lorac se detuvo bruscamente.
- ¿Qué ocurre? ¿Por qué nos paramos? -preguntó Jack, que casi había tropezado con Lorac-. Aún queda una hora de luz al menos. Podríamos seguir avanzando.
- Te advertí que haríamos un alto para visitar a un viejo conocido ¿verdad? -recordó con tono paciente Lorac-. Bien, pues ya hemos llegado.
- ¿Te refieres a…? -Jack quedó en suspenso, al percatarse de que su compañero estaba parado frente a un inmenso árbol, con un tronco grande y nudoso, que parecía tan viejo como la tierra misma.
- Así es. Éste es el lugar donde vive mi amigo.
Ahora que lo decía, Jack advirtió una diminuta puerta tallada en la base del tronco. Pero era ridículo, ¿quién viviría en un lugar como ese? No quería ni pensar cómo conseguiría entrar por esa puerta dado su reducido tamaño.
- Está bien, si éste es el lugar será como decís -aceptó Jack con parsimonia-. ¿Estará vuestro amigo en casa?
- Todavía no -Lorac tomó asiento en la base de un árbol cercano-. Le esperaremos sentados. No tardará en aparecer.
Cada vez más intrigado, Jack imitó a su compañero y se echó sobre la mullida hierba. Eran tantas las cosas que no entendía que no sabía qué sentimientos le inspiraba Lorac. Por el momento le había obedecido en todo sin rechistar, pese a que le había sacado de Vadoverde con unas explicaciones parcas y breves, pero la confianza de su tío en él era decisiva.
“Sin embargo, ¿era lo que querías no?”, se dijo a sí mismo el joven, hecho un mar de dudas en esos momentos, “salir del pueblo y conocer otro tipo de vida que el que llevaba hasta el momento”.
Contempló la bóveda del bosque, compuesta por infinitas ramas, hojas y enredaderas que se entrecruzaban unas con otras, y a través de las cuales podía divisar una resplandeciente luna llena, que acababa de salir anunciando la llegada de la noche. Iba a llamarle la atención a Lorac sobre el hecho del tiempo que llevaban esperando cuando una voz que sonaba junto a su oreja le sobresaltó:
- Bienvenido seas al Gran Bosque, Jack.
El salto que pegó Jack despertó a Lorac, que se había quedado medio dormido. Se calmó cuando vio qué era lo que había turbado al joven.
- Me alegro de verte, Nébula -saludó Lorac haciendo una elegante reverencia-. Efectivamente, él es Jack Quisiéramos pasar la noche a la luz de tu fogón, si tienes a bien recibirnos en tu morada.
Jack miró al personaje que acababa de hacer acto de presencia súbitamente, y se quedó boquiabierto pues nunca había visto una criatura tan peculiar. No mediría más de un metro veinte, y lucía dos orejas puntiagudas en un semblante por lo demás humano, aunque con unos ojos de un color que el joven no acababa de definir, pues a su parecer iban cambiando según se iba moviendo el extraño personaje. La luenga barba blanca le llegaba hasta la enorme panza, dándole aspecto de ser alguien sabio y con muchos años. Pese a ello Jack tampoco conseguía asignarle una edad, y nos se hubiera sorprendido si le decían que contaba veinte años como si le afirmaban que llegaba a los cien.
Fuera como fuese el personaje hizo una graciosa reverencia ante el aturdido muchacho. Una pícara sonrisa remataba el rostro de la criatura, contrastando con el aura de sabio que parecía rodearle.
- Te saludo, Jack -dijo la diminuta criatura-. Me alegro de darte cobijo esta noche en mi humilde morada.
- ¿Quién…, qué eres? -atinó a decir, sin poder apartar la mirada de la aparición que tenía ante él. A pocos pasos de donde se encontraba, Lorac contemplaba la escena con aire divertido.
- Vaya, veo que Lorac no te ha hablado de los silfos. Bien, pues estás antes uno de ellos -dijo el ser enarcando una ceja ante la ignorancia del chico-. Mi nombre es Nébula, soy el Guardián del Gran Bosque desde hace mil trescientos años, título concedido por el mismísimo Gwaeron, dios de los animales y de las plantas -anunció con pomposidad la pequeña criatura. Un cierto aire presuntuoso parecía rodearle.
Jack no salía de su asombro. Los silfos formaban parte de las leyendas y cuentos populares. De ellos se decía que vivían bajo tierra y ligados al árbol donde instalaban su casa. Si el árbol moría, ellos morirían con él. Se decía también que eran criaturas sabias, pudiendo adivinar los pensamientos de una persona con solo mirarla.
- Algo así, Jack -comentó alegremente Nébula-. No es cierto que leamos el pensamiento literalmente, pero si tenemos una especial predisposición a entender los corazones turbados como el tuyo. No necesito ninguna clase de magia para poder averiguar qué te preocupa. Pero haces bien, la Academia es un lugar donde descubrirás penas y dolor, pero igualmente alegrías y amigos que te ayudarán a compartir tu carga.
Tragó saliva con dificultad, pues el silfo hablaba como si le conociese de toda la vida.
- También agregaré a tus conocimientos sobre nosotros que sólo salimos de noche -continuó informando. Parecía que le encantaba alardear de sus amplios conocimientos-. Los silfos somos criaturas nocturnas, no soportamos bien la luz del sol. De ahí que tu querido compañero aquí presente haya esperado a que salga la luna para poder hablar conmigo.
Tras aquella perorata hubo unos segundos de silencio, finalmente rotos por el una poderosa carcajada. Era Jack el que reía, liberado por fin de la tensión de aquellos últimos días gracias a la labia de la criatura que se alzaba ante él. A su lado, Nébula asintió visiblemente complacido.
- Estupendo, y ahora, ¿honrareis mi hogar con vuestra presencia? -les invitó el Guardián del Gran Bosque.
La casa-árbol era más grande de lo que parecía por fuera, y cuando entraron Jack se quedó impresionado a la vista del amplio salón que se abría ante ellos. Adornado profusamente con orfebrerías de toda clase, a Nébula le gustaba rodearse de opulencia y mostrarla a sus invitados. En el centro del salón una cómoda mesa parecía darles la bienvenida, y como si el silfo supiese ya de su llegada había dispuesto tres juegos de cubiertos ocupando su superficie con un gran número de vituallas y bebidas de todo tipo.
- Sentaos, sentaos -dijo Nébula, que parecía hallarse de un humor excelente-. Probad esta ambrosía. La he sacado de los frutos que nacen al pie del Pico del Orador, en el corazón del bosque.
Cogieron un par de tazones de un líquido que se asemejaba a la miel. Cuando Jack lo probó sintió que su estómago se inundaba con una calidez que nunca antes había sentido al comer algo.
- Gracias, está delicioso -sonrió Jack inclinando la cabeza en dirección al silfo-. Se ve que conocéis las riquezas del bosque.
- Nébula es el Guardián del Gran Bosque, Jack –comentó Lorac, mientras se llevaba el tazón a los labios con deleite-. Puede ir a donde le plazca mientras no salga de los límites de éste, y los demás habitantes del bosque le respetan y obedecen sus órdenes.
- ¡Ja,ja,ja! Así es, como dice nuestro amigo Lorac, si bien es cierto que no todos los seres acatan mi mandato -afirmó Nébula recostándose sobre un sillón y posando las manos satisfecho sobre su oronda panza-. Durante la noche el Gran Bosque es mi reino, por así decirlo, siempre bajo la tutela del dios Gwaeron, señor de los animales y las plantas.
Jack asintió a las palabras de la criatura del bosque, quien pese a parecer inocente y sin peligro alguno tenía un poder dentro de la jerarquía del Gran Bosque que hasta el propio Lorac respetaba.
- Pasemos a hablar de cosas más serias, Nébula -dijo al fin el propio Lorac, tras un rato saboreando la deliciosa cena que el silfo les había preparado-. El Gran Maestre me dio órdenes expresas de venir a verte en mi camino de vuelta a la Academia. ¿Para qué nos querías?
- ¡Ah, si, casi se me olvida! He de daros algo -el Guardián del bosque se metió en un pequeño cuarto del que salió al poco rato llevando consigo una caja de madera bellamente labrada. Tanto Jack como Lorac enarcaron las cejas sorprendidos al ver la calidad de la caja.
- ¿Qué es esto, Nébula? -preguntó Lorac.
Cogió la caja que le tendía la diminuta criatura y observó que realmente estaba hecha de madera de roble antiguo.
- Debes abrirla cuando se la lleves al Gran Maestre, pero no antes, pues el contenido de la caja no debe caer en malas manos bajo ningún concepto –indicó el silfo con un tono serio-. Cuanta menos gente sepa lo que lleva en su interior mejor para todos -agregó con solemnidad-. Debes cuidarla muy bien, Lorac. El propio Gwaeron me hizo este presente.
- ¡Gwaeron! -Lorac se quedó boquiabierto. El dios de los animales y las plantas, el señor de la naturaleza hacía un regalo del que se debían encargar.
- Así es. También me dio un aviso. Me dijo que hay fuerzas oscuras despertándose, y que los días para los que la Hermandad se ha preparado durante tanto tiempo puede que no estén muy lejos.
Lorac quedó en silencio. Preocupantes noticias si hasta un dios se mostraba inquieto. Su necesidad de llegar a la Academia se hizo más acuciante en ese momento.
- Cuidaré de este regalo como si de mi propia vida se tratara -aseguró con semblante firme.
A su lado, Jack entendía la conversación en parte, pero algo dentro de él también le hizo darse cuenta de lo importante que era no demorar más el viaje.
- Creo que de todas formas dejo el presente de Gwaeron en buenas manos -añadió Nébula tras echarles una mirada evaluadora-. Mostradme vuestras armas un momento, por favor. Quisiera ver si vais pertrechados adecuadamente.
Lorac fue el primero en enseñar la espada que llevaba bajo la capa, y Jack vio que se trataba de una espada de hierro bastante sencilla, aunque bien templada. Nébula asintió en señal de conformidad al verla, y se giró hacia el joven, quien desenvainó a Colmillo lentamente, ante la atónita mirada del silfo.
- ¡Por todos los dioses! -exclamó Nébula, en el primer gesto que Jack le veía de desconcierto-. ¡Pero si es Colmillo! ¿Cómo ha llegado a tus manos, joven?
- Pensaba que lo sabíais todo -contestó Jack enarcando una ceja. Para su regocijo vio que Nébula se palpaba la oronda barriga con incomodidad.
- Bueno, ciertamente sé todo lo que pasa en el interior del Gran Bosque, ya que ésta es mi casa y el centro de mi poder, donde soy casi omnisciente -repuso a la defensiva el silfo-. Obviamente la espada no la conseguiste aquí, pues entonces lo habría sabido al instante.
- Tenéis razón. Mi tío me la dio.
- ¿Tu tío? -Nébula se rascó la cabeza, perplejo, pero en ese momento Lorac se apresuró a intervenir.
- Su tío Tarken, que fue miembro de la Hermandad hace ya tiempo.
Nébula tardó unos segundos en reaccionar.
- ¡Claro, Tarken! Si, por supuesto que me acuerdo de él y de esa magnífica espada que llevaba. Vaya, de hecho recuerdo que incluso le conté la historia de cómo fue forjada Colmillo. ¿La conoces?
-No, la verdad es que no -admitió Jack, contemplando la bella hoja, que parecía relucir con luz propia-. Hace tiempo que la manejo pero nunca llegué a preguntarme por su historia.
- Entonces a lo mejor te gustaría saber que Colmillo fue forjada durante las Guerras de Hierro -dijo Nébula. Jack silbó sorprendido, no había imaginado que fuera tan antigua-. Durante aquellos años la necesidad de fabricar armas fue muy acuciante. Tanto el bando de Dagnatarus como el de los pueblos que se le oponían necesitaban contar con ellas para decantar la suerte del conflicto de un lado u otro.
Nébula tomó asiento y sus ojos adquirieron un aire soñador. Le encantaba narrar historias del pasado. No en vano había sido juglar de la corte de un reino, aunque de eso hacía ya tanto tiempo que apenas lo recordaba.
- Por aquel entonces no había mejores forjadores que los Uruni, los gigantes como comúnmente se les llama -continuó mientras rememoraba días pasados-. Aún recuerdo las primeras armas que salieron de sus forjas. Estaban hechas de hierro, por supuesto, pero de alguna extraña forma que aun hoy no llego a comprender, los Uruni le cantaban al hierro, y conseguían armas increíblemente poderosas. Una de ellas fue Colmillo, que fue a parar a manos de Sir Ragnar, uno de los Caballeros de Kirandia más afamados de la época.
- Pero pronto supo Dagnatarus que esas espadas mágicas podían llevarle a perder la guerra. Un día se presentó de improviso ante el poblado de los Uruni -el tono de Nébula se hizo ahora más grave y tenso-. Imbuido de todo su oscuro poder y armado con Venganza exigió a los Uruni que forjaran armas para su ejército y dejaran de hacerlo para los pueblos libres. Los Uruni son gente pacífica, siempre lo han sido, y pese a que poseen la capacidad de crear las mejores armas de toda Mitgard jamás harían uso de ellas -sacudió la cabeza con pesar-. Se negaron a hacer lo que les decía Dagnatarus, defendiendo su libertad para entregar sus armas a todos y le pidieron que se marchara de su poblado.
Un suspiro salió de la garganta del Guardián del Gran Bosque. Cerca de él, Lorac y Jack escuchaban atentamente, cautivados por la serena voz de la criatura.
- Pobres estúpidos. Dagnatarus no aceptaba un no por respuesta, y en ese instante el destino de los Uruni quedó sellado. Valiéndose del terrible poder de Venganza, convirtió a todos los Uruni en piedra, y desde ese día el poblado de los gigantes se convirtió en un sitio muerto. Aquel día se perdió la capacidad de forjar espadas como Colmillo -añadió con tristeza-. Aún se pueden ver las estatuas de piedra en las tierras del sudeste de Mitgard, conservando las mismas posiciones en las que se encontraban hace mil años, cuando Dagnatarus les arrebató la vida.
La voz del silfo se fue apagando poco a poco. Al cabo de un rato pareció recordar dónde se encontraba, y miró a los otros dos con el ceño fruncido.
- Bueno, dejad de mirarme como pasmarotes -gruñó con fingido enfado-. Será mejor que os acostéis. Mañana al amanecer hay que emprender viaje y debéis estar descansados.
El silfo tenía razón y entre bostezos se dirigieron a las camas que Nébula les mostró. Jack frunció el entrecejo al ver la suya, ya que era apropiada para el dueño de la casa, pero no para él. Sin embargo se encogió de hombros y se acostó en ella igualmente dejando parte de las piernas fuera. Cualquier cosa era preferible a dormir de nuevo en pleno bosque.
Nébula esperó un rato en la sala de su casa-árbol, hasta que decidió que ya había esperado un tiempo prudencial y fue a ver a sus invitados. Ambos dormían a pierna suelta. El silfo asintió con satisfacción y regresó. Allí, de pie en medio de la estancia, se erguía esperándole un dios.
Pese a las muchas veces que se habían encontrado, el silfo no dejaba de maravillarse de la majestuosidad que rodeaba a Gwaeron, dios de los animales y las plantas, Señor del Gran Bosque. Alto y ataviado con una sencilla túnica verde, el dios le contemplaba con aspecto apacible.
- Mi señor, honráis mi casa -dijo Nébula al tiempo que se inclinaba profundamente.
-Me halagas como siempre, criatura del bosque -sonrió Gwaeron, a quien un aura brillante parecía rodearle-. Tan solo he venido para saber si habías hecho entrega del objeto que te confié.
- Quedaos tranquilo, mi Señor -se apresuró a decir el silfo-. Mañana el Cuerno de Telmos estará en las manos de los miembros de la Hermandad del Hierro.
- No esperaba menos de ti, mi fiel silfo -agradeció el dios, a lo que Nébula respondió con otra reverencia-. Díme ¿estaba el muchacho contigo?
- Así es. Mañana el joven llamado Jack ingresará en la Academia.
El semblante de Gwaeron se ensombreció por un momento.
- Me pregunto si hacemos bien dejando al chico a su libre albedrío.
- Debemos dejar que las cosas sigan su curso, mi Señor -añadió Nébula, poco acostumbrado a darle consejos al que era dios de los animales y las plantas-. Así está escrito.
Gwaeron asintió con seriedad.
- Has hablado sabiamente, mi pequeño amigo, como siempre -dijo el dios, mirando a su Guardián con satisfacción-. De todos modos, estoy inquieto. Ésta vez él es muy fuerte, y ha esperado mucho tiempo. No será fácil derrotarle.
Nébula tragó saliva y notó que un escalofrío le recorría la espalda.
- Confiar el destino de nuestras vidas a un muchacho de dieciséis años... -el propio silfo sacudió la cabeza con incredulidad ante sus palabras-. ¿Podrá afrontarlo? Le he estado observando, es un joven inexperto y no sabe nada del mundo. No…, no creo que esté preparado.
- Más vale que te equivoques, amigo mío -contestó el dios con gravedad-. Por tu bien y por el de toda Mitgard.
Dicho esto, Gwaeron se esfumó como si nunca hubiera estado allí, dejando a Nébula solo con sus pensamientos.